Solía asomar el hocico negro,
tan callado,
cuando de noche se vestía.
Lo miraban,
sí que lo miraban,
pero él no hacía ni caso.
Se acercaban y sonreía,
más que cortés,
había nacido caballero.
«¡Qué rufián!»,
también algunas pensaban
malas cosas de él.
Iba de un lado, se marchaba,
y luego a otro.
Así lo veían, así aparentaba.
Los demás,
querrían su mismo trono.
Una de ellas
lo acariciaba, otra lo cortejaba,
pero él no.
Levantaba la cola y se iba.
¿Para qué le servía
un susurro mudo, un beso frío
o un descafeinado?
Y allí estaba el gato, sentado,
buscando a su gata.
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